Santoral

07 de Marzo

Santas Perpetua y Felicidad, mártires

Memoria de santa Perpetua y santa Felicidad, mártires, que en tiempo del emperador Septimio Severo fueron detenidas en Cartago, junto con otros catecúmenos. Perpetua, matrona de unos veinte años, era madre de un niño aún lactante, mientras que Felicidad, su esclava, estaba entonces embarazada, por lo cual, según las leyes, no podía ser torturada hasta que diese a luz. Llegado el momento, en medio de los dolores del parto se alegró de ser expuesta a las fieras, y así, con rostro alegre, pasaron las dos de la cárcel al anfiteatro, como partiendo hacia el cielo.

Aunque los elogios de Perpetua y Felicidad, que se celebran litúrgicamente, están separados de los del resto del grupo, la hagiografía es, naturalmente, para todos ellos: Perpetua, Felicidad, Sátiro, Saturnino, Revocato y Secundino.

Las actas del martirio de santa Perpetua, santa Felicitas y sus compañeros, constituye uno de los más grandes tesoros hagiológicos que han llegado hasta nosotros. En el siglo IV, se acostumbraba leer públicamente esas actas en las iglesias de África. El pueblo les profesaba una estima tan grande, que san Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura. Se trata de un documento puramente humano, como es natural, pero que conserva en forma singularmente vivida las palabras de las dos mártires.

Durante la persecución emprendida por el emperador Severo, fueron arrestados en Cartago cinco catecúmenos, el año 205. Eran éstos Revocato, Felicitas (su compañera de esclavitud, que estaba embarazada desde hacía varios meses) Saturnino, Secundino y Vibia Perpetua. Esta última tenía veintidós años de edad, era esposa de un hombre de buena posición y madre de un pequeñín. Sus padres y dos de sus hermanos vivían aún, en tanto que el tercero de sus hermanos llamado Dinócrates, había muerto a los siete años de edad. A estos cinco prisioneros se unió Sátiro, quien les había instruido en la fe y se negó a abandonarles. El padre de Perpetua, de quien ella era la hija predilecta, era un pagano ya bastante entrado en edad; su madre era probablemente cristiana, lo mismo que uno de sus hermanos, y el otro era todavía catecúmeno. Los prisioneros fueron puestos bajo vigilancia en una casa particular. Perpetua narra así sus sufrimientos: «Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí:
-Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo?… ¿Acaso puedes llamarlo con un nombre que no lo designe por lo que es?
-No, replicó él.
-Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana.
Al oír la palabra ‘cristiana’, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron… Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo… En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión, donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable, pues la prisión estaba llena. Los soldados nos trataban brutalmente. Para colmo de males, yo tenía ya dolores de vientre. Entonces Tercio y Pomponio, los dos santos diáconos que nos llevaban los sacramentos, pagaron a los soldados para que nos trasladasen, durante algunas horas, a un rincón menos malo de la prisión y nos diesen algún alivio. Todos los hombres se alejaron un poco y yo amamante a mi hijito, que estaba muy débil por falta de alimento. Manifesté a mi madre la pena que esto me causaba, alenté a mi hermano y encargué a los dos que cuidaran a mi hijito. Me daba mucha pena verlos sufrir por mí. Durante varios días estuve muy abatida; por fin conseguí que me permitiesen que mi niño se quedase conmigo en la prisión; esto me quitó la principal de mis preocupaciones, con lo cual recobré inmediatamente la salud, de suerte que la cárcel empezó a parecerme un palacio, en el que estaba yo más feliz que en cualquier otra parte.

«Mi hermano me dijo un día:
-Hermana, ahora gozas de gran favor en el cielo; pide a Dios que te dé a conocer si te espera el martirio o la libertad.
Yo sabía que Dios no podía dejar de escucharme porque yo sufría por su causa y le dije, llena de confianza:
-Mañana te daré la respuesta de Dios, Hermano.
Oré, pues, a Dios, y su respuesta fue la siguiente: Vi una escalera de oro, extraordinariamente larga, que ascendía hasta el cielo, pero tan estrecha, que solo una persona podía subir. A ambos lados había toda clase de armas colgadas: espadas, lanzas, garfios, puñales. Se hallaban dispuestas de tal modo, que quien subía descuidadamente, sin mirar hacia arriba, recibía inmediatamente una multitud de heridas. Al pie de la escalera había un inmenso dragón, que acechaba a los qué querían subir y trataba de impedirles que lo hicieran. El primero en subir fue Sátiro, quien se había entregado espontáneamente por nosotros, pues él nos había instruido en la fe y se hallaba ausente en el momento en el que nos hicieron prisioneros. Al llegar a lo alto de la escalera, Sátiro se volvió y me dijo:
-Perpetua, aquí te espero; pero cuídate de que no te muerda el dragón.
Yo le respondí:
-En el nombre de Jesucristo, no me morderá.
Al punto, el dragón apartó su cabeza, como si me tuviese miedo, y la colocó sobre el primer escalón, de suerte que para dar el primer paso tuve que pisarle la frente. Seguí subiendo y vi un gran jardín, en cuyo centro se hallaba un hombre alto y de cabello blanco, vestido de pastor, ordeñando sus ovejas; alrededor había millares de personas vestidas de blanco. El hombre levantó la cabeza, fijó en mí sus ojos y me dijo: ‘Bienvenida, hija mía’. Y me llamó y me dio unos quesos; yo los tomé en mis manos y me los comí; y todos los que nos rodeaban decían ‘Amén’. Desperté al oír esa palabra y mi boca tenía todavía un aroma muy agradable. Inmediatamente conté lo sucedido a mi hermano y ambos comprendimos que nos esperaba el martirio y renunciamos a toda esperanza de este mundo.

«Poco después corrió el rumor de que nos iban a juzgar. Mi padre vino desde la ciudad, muy angustiado, con el intento de apartarme de mi resolución. Me dijo: ‘¡Hija mía; apiádate de mis canas! Ten piedad de tu padre, si es que soy digno de que me llames padre; apiádate de mí que te he educado y te he preferido siempre a tus hermanos. No tienes nada que reprocharme. Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo’. Así habló mi padre, lleno de amor por mí, besando mis manos y arrodillado delante de mí; estaba tan conmovido, que ya no me decía ‘hija’ sino ‘señora’. Esto me hizo sufrir, pues comprendía que mi padre sería el único de los míos que no se regocijaría de mi martirio. Le consolé como pude, diciéndole: ‘Las cosas sucederán como Dios lo disponga, pues estamos en sus manos y no en las nuestras’. Y mi padre partió muy angustiado. Otro día, cuando estábamos comiendo, nos llamaron súbitamente a juicio y nos condujeron a la plaza del mercado. La noticia se había extendido rápidamente y había acudido una enorme multitud. Nos colocaron en una plataforma frente al juez, que era Hilariano, el procurador de la provincia, pues el procónsul acababa de morir. Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó:
-Apiádate de tu hijo.
El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome:
-Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores.
Yo respondí:
-¡No!
-¿Eres cristiana? -me preguntó Hilariano, y yo contesté:
-Sí, soy cristiana.
Como mi padre persistiese en tratar de apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataran a mi padre anciano. Entonces el juez nos condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión. Como mi hijo estaba acostumbrado al pecho, rogué a Pomponio que le trajese a la prisión, pero mi padre se negó a dejarle venir. Pero Dios dispuso las cosas de suerte que mi hijo no extrañó el pecho y a mí no me hizo sufrir la leche de mis pechos.»

Según parece, Secundino había muerto en la prisión antes del juicio. Antes de dictar la sentencia, Hilariano había mandado azotar a Revocato y Saturnino y abofetear a Perpetua y Felicitas. Se reservó a los mártires para los espectáculos que se iban a ofrecer a los soldados durante las fiestas de Geta, a quien su padre, Severo, había nombrado César cuatro años antes, en tanto que había nombrado Augusto a su hijo Caracala.

Santa Perpetua relata así otra de sus visiones: «Pocos días después, mientras estaba yo orando, se me escapó el nombre de Dinócrates. La cosa me sorprendió mucho, pues yo no estaba pensando en él. Al punto comprendí que debía orar por él y así lo hice con gran fervor e insistencia. Esa misma noche tuve una visión. Vi a Dinócrates salir, sudoroso y sediento, de un sitio muy oscuro en el que había muchas personas; en su pálido rostro se veía la herida que tenía al morir. Dinócrates era mi hermano según la carne y había muerto a los siete años, consumido por una terrible gangrena facial. Por él estaba yo orando; pero entre los dos había un gran abismo, de modo que no podíamos aproximarnos. Cerca de él había una fuente; pero el borde era bastante alto, de suerte que Dinócrates tuvo que ponerse de puntas para poder beber. Pero ni en esa forma logró alcanzar el agua, porque el borde era demasiado alto para él; al despertarme, comprendí que mi hermano se hallaba en un sitio de sufrimientos. Sin embargo, sentí una gran confianza en que podía ayudarle y pedí a Dios por él hasta el día en que nos trasladaron a la prisión del cuartel, pues estábamos destinados a luchar con las fieras, durante las fiestas que iban a celebrarse en el cuartel en honor del cesar Geta. Yo seguí pidiendo día y noche por mi hermano, con muchas lágrimas. Cuando se acercaba el día del martirio tuve una visión. Vi el mismo sitio en que antes se hallaba mi hermano, pero ahora estaba lleno de luz. Dinócrates estaba limpio, bien vestido y muy fresco; donde antes estaba la herida del rostro, sólo había ahora una cicatriz; y el borde de la fuente le quedaba ahora a la altura del pecho; el agua brotaba constantemente y sobre el borde había una vasija de oro llena de agua. Dinócrates se acercó y empezó a beber y el agua de la vasija no se agotaba. Dinócrates bebió hasta saciarse y después se alejó, jugando como un niño. Yo desperté, segura de que ya no sufría.

«Unos cuantos días después, Pudente, el jefe de la prisión, empezó a mostrarnos cierta consideración y a permitir que nos visitasen, pues se había dado cuenta de nuestro gran poder. Poco antes del día de las fiestas, mi padre vino a verme, abrumado de dolor, y comenzó a mesarse la barba, a echarse al suelo a maldecir su ancianidad y a decir cosas que habrían conmovido al más duro de los hombres. Yo sentí una gran compasión por él.

«La víspera del día del martirio tuve otra visión. Vi al diácono Pomponio aproximarse y llamar estruendosamente a la puerta de la prisión. Fui a abrirle y le encontré vestido con una túnica sin ceñidor y calzado con unos zapatos muy extraños. Pomponio me dijo: ‘Perpetua, te estamos esperando; ven conmigo’. Entonces me tomó por la mano y echamos a andar penosamente por un sendero áspero y desagradable, hasta que llegamos al anfiteatro. Pomponio me condujo hasta el centro del circo y me dijo: ‘No tengas miedo; yo estoy contigo y sufriré contigo’. Después se alejó. Yo levanté los ojos y vi una inmensa multitud. Como yo sabía que estaba condenada a las fieras, me extrañó no ver ninguna en la arena. Entonces apareció un desagradable egipcio con sus servidores para luchar contra mí. Pero al mismo tiempo, apareció una tropa de jóvenes que venían a defenderme. Cambiaron mis vestidos por los de un hombre y me ungieron con aceite para el combate; y vi que el egipcio mordía el polvo delante de mí. Entonces apareció un hombre tan alto, que su cabeza sobresalía por encima del anfiteatro; estaba vestido con una túnica de púrpura sin ceñidor y en el centro de su pecho colgaban dos listones; sus sandalias estaban curiosamente tejidas con oro y plata; tenía un bastón como el de los jefes de los atletas y en las manos llevaba una bandeja verde con manzanas de oro. Ordenó a la multitud que se callara y dijo: ‘Si el egipcio vence a Perpetua, tendrá derecho a decapitarla con la espada; y si Perpetua vence al egipcio, recibirá en premio esta bandeja’. Después de decir esto, se retiró. Y el egipcio y yo empezamos a golpearnos. El egipcio trataba de tomarme por los pies, pero yo no dejaba de golpearle el rostro con los talones; y empecé a volar y a darle golpes por arriba. Viendo que la lucha iba decayendo, me froté las manos. Logré tomarle la cabeza y hacerle caer de bruces; entonces puse el pie sobre su rostro. La multitud lanzó grandes gritos, en tanto que mis acompañantes cantaban salmos. Y yo me acerqué al jefe de los atletas, quien me entregó la charola, me besó y me dijo: ‘La paz sea contigo, hija mía’. Y yo me aproximé triunfalmente a la Puerta de la vida. [“Porta sanavivaria”, ver el penúltimo párrafo de este artículo.] En ese mismo instante desperté. Entonces comprendí que mi combate no iba a ser contra las fieras, sino contra el demonio, pero que yo saldría victoriosa. Esto lo escribí hasta la víspera de los juegos; lo que suceda en los juegos lo escribirá quien se sienta llamado a ello.»

San Sátiro nos dejó también escrita una visión que tuvo. Los ángeles le condujeron junto con sus compañeros a un hermoso huerto, donde encontraron a los mártires Jocundo, Saturnino y Artaxio, que habían perecido recientemente en la hoguera, y a Quinto, que había muerto en la prisión. Después los llevaron los ángeles a un palacio luminoso, donde se hallaba sentado un anciano de cabellos blancos y rostro de joven, «cuyos pies no veíamos»; a derecha e izquierda del Anciano estaban otros muchos ancianos que cantaban al unísono: «Santo, Santo, Santo». Sátiro y sus compañeros se detuvieron ante el trono; «besamos al Anciano, quien pasó su mano sobre nuestros rostros». [Cfr. Apocalipsis 7,17: «Y Dios secará las lágrimas de sus ojos.»] «Y los otros ancianos nos dijeron: ‘Levantaos’. Y nos levantamos y les dimos el beso de la paz. Entonces los ancianos nos dijeron: ‘Id a luchar’. Sátiro dijo a Perpetua: ‘Ya tienes todo lo que puedes desear’. Perpetua replicó: ‘Alabado sea Dios, que me dio la felicidad en el mundo y me ha dado aquí una felicidad todavía mayor’.» Sátiro añade que al salir, encontraron delante de la puerta a su obispo Optato y a un sacerdote llamado Aspasio, que estaban solos y tristes. Ambos se postraron a los pies de los mártires y les rogaron que les reconciliasen, pues habían tenido un pleito. Cuando Perpetua se hallaba conversando con ellos, «bajo un árbol de rosas», los ángeles ordenaron a los dos clérigos que se reconciliasen y dijeron a Optato que acabase con los partidos en su iglesia. Sátiro añade: «Entonces empezamos a reconocer a muchos mártires y nos dio fuerza un perfume indescriptible y delicioso. Desperté con el alma llena de gozo».

Probablemente un testigo presencial completó las actas. Felicitas tenía miedo de que se la privase del martirio, porque generalmente no se condenaba a la pena capital a las mujeres embarazadas. Todos los mártires oraron por ella y así dio a luz a una hija en la prisión; uno de los cristianos adoptó a la niña. El alcalde de la prisión, temiendo que los cautivos empleasen algún conjuro mágico para escapar, les trataba rudamente y había prohibido todas las visitas; pero Perpetua habló con él y a raíz de esa conversación, empezó a tratar mejor a los prisioneros y permitió que recibiesen la visita de algunos de sus amigos. Por otra parte, el carcelero Pudente, «que había llegado a la fe», hacía cuanto podía por los mártires. La víspera del martirio se les ofreció, según la costumbre, una comida pública llamada «la fiesta gratuita»; los prisioneros se esforzaron por convertirla en un ágape o «fiesta de amor» y hablaron a todos del juicio de Dios y del gozo con que iban al martirio. Su valor asombró a los paganos y produjo numerosas conversiones.

El día del martirio, los prisioneros salieron de la cárcel como si fuesen al cielo. Abrían la marcha los hombres; detrás de ellos iba Perpetua «cuyos ojos brillaban de tal modo, que hacían bajar las miradas de los circunstantes», junto con Felicitas, «la cual se sentía muy dichosa al pasar de manos de la partera a las del verdugo para recibir, después de sus dolores, la purificación de un segundo martirio». A las puertas del anfiteatro, los guardias intentaron hacer que los hombres revistiesen las túnicas de los sacerdotes de Saturno y las mujeres el vestido consagrado a Ceres; pero Perpetua se resistió tan vigorosamente, que los guardias acabaron por dejarles entrar en la arena con sus propios vestidos. La multitud, furiosa al ver la valentía de los mártires, pidió a gritos que les azotaran; así pues, cada uno de ellos recibió un latigazo al pasar frente a los gladiadores. Saturnino había pedido que le echasen encima diferentes fieras para que su corona fuese más gloriosa; de acuerdo con su deseo, él y Revocato tuvieron que hacer frente primero a un leopardo y luego a un oso. Por su parte, Sátiro, que tenía mucho miedo a los osos, hubiese querido que un leopardo acabase rápidamente con él. Le echaron un jabalí, que se volvió contra el domanor y le mordió, de suerte que éste murió pocos días después, en cambio, a Sátiro sólo le arrastró por la arena. Entonces los guardias ataron al mártir y le pusieron frente a un oso; pero éste no quiso salir de su jaula y hubo que dejar el martirio de Sátiro para más tarde. Esto le proporcionó la oportunidad de hablar con Pudente, el carcelero, que se había convertido. Sátiro le animó, diciéndole:
-Ya ves que, como lo había yo deseado y predicho, ninguna fiera se ha atrevido a tocarme. Cree firmemente. Mira: la próxima vez me van a echar a un leopardo que acabará conmigo de una sola mordida.
Así sucedió; un leopardo saltó sobre él y le dejó cubierto de sangre en un instante. La multitud daba alaridos y gritaba: ‘¡Ahora sí está bien bautizado!’ El mártir, ya agonizante, dijo a Pudente:
-¡Adiós! Conserva la fe, acuérdate de mí, y que esto sirva para confirmarte y no para confundirte.
Y, tomando el anillo del carcelero, lo mojó en su propia sangre, lo devolvió a Pudente y murió. Así fue a esperar a Perpetua, como ésta lo había predicho.

Perpetua y Felicitas fueron arrojadas a una vaca salvaje. La fiera atacó primero a Perpetua, quien cayó de espaldas; pero la mártir se sentó inmediatamente, se cubrió con su túnica desgarrada y se arregló un poco los cabellos para que la multitud no creyese que tenía miedo. Después fue a reunirse con Felicitas, que yacía también por tierra. Juntas esperaron el siguiente ataque de la fiera; pero la multitud gritó que con eso bastaba; los guardias las hicieron salir por la Puerta Sanavivaria, que era por donde salían los gladiadores victoriosos. Al pasar por ahí, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis preguntó si pronto iba a enfrentarse a las fieras. Cuando le dijeron lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Entonces llamó a su hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo:
-Permaneced firmes en la fe y guardad la caridad entre vosotros; no dejéis que los sufrimientos se conviertan en piedra de escándalo.
Entre tanto, la veleidosa muchedumbre pidió que las mártires compareciesen nuevamente; así se hizo, con gran gozo de las dos santas. Después de haberse dado el beso de paz, Felicitas fue decapitada por los gladiadores. El verdugo de Perpetua, que estaba muy nervioso, erró el primer golpe, arrancando un grito a la mártir; ella misma tendió el cuello para el segundo golpe, «Tal vez porque una mujer tan grande… sólo podía morir voluntariamente».

En 1907, el P. Delattre descubrió y restauró una antigua inscripción en la basílica Majorum de Cartago. En dicha basílica habían sido enterrados los cuerpos de los mártires, según lo dice expresamente Víctor Vítense, un obispo africano del siglo V que había visitado la tumba. El contenido de la inscripción es el siguiente: «Aquí reposan los mártires Sátiro, Saturnino, Revocato, Secundino, Felicitas y Perpetua, quienes sufrieron en las nonas de marzo». Sin embargo, no es posible afirmar con toda certeza que esa inscripción sea precisamente la de la losa sepulcral de los mártires. Estos mártires aparecen en todos los calendarios y martirologios antiguos, como por ejemplo en el calendario filocaliano de Roma (354 d.C.) y en el calendario sirio, redactado probablemente en Antioquía, a fines del siglo IV.

Armitage Robinson, Texts and Studies, vol. I, pte. 2.  R. W. Muncey, The Passion of St. Perpetua, (1927), y E. C. E.Owen, Some Acts of the Early Martyrs (1927). W. H. Shewring, The Passion of Perpetua and Felicity (1931). Delehaye. Les Passions des martyrs et les genres littéraires (1921), pp. 63-72, Cf. Monceaux, Histoire Littéraire de l´Afrique chrétienne I, pp. 70-96, y A. J. Masón, Historie Martyrs, (1905), pp. 77-106.

 

 

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 


Señor, tus santas mártires Perpetua y Felicidad, a instancias de tu amor, pudieron resistir al que las perseguía y superar el suplicio de la muerte; concédenos, por su intercesión, crecer constantemente en nuestro amor a ti. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

 

Leave a comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *