Santoral

23 de Octubre

San Juan de Capistrano, religioso presbítero

San Juan de Capistrano, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, que luchó en favor de la disciplina regular, estuvo al servicio de la fe y costumbres católicas en casi toda Europa, y con sus exhortaciones y plegarias mantuvo el fervor del pueblo fiel, defendiendo también la libertad de los cristianos. En la localidad de Ujlak, junto al Danubio, en el reino de Hungría, descansó en el Señor.

Capistrano es un pueblecito en los Abruzos, que, en otro tiempo, formó parte del reino de Nápoles. Allí, en el siglo XIV, cierto soldado -se discute si de origen francés o alemán-, se había establecido, después de cumplir con su servicio militar a las órdenes de Luis I. Se casó con una mujer italiana y de esta unión nació, en 1386, un hijo, llamado Juan, que estaba destinado a adquirir fama como una de las grandes luminarias de la orden franciscana. Desde su infancia, el niño fue notable por su adelanto. Estudió leyes en Perugia con tal éxito, que en 1412, con 26 años, fue nombrado gobernador de la ciudad y contrajo matrimonio con la hija de uno de los principales ciudadanos. Durante las hostilidades entre Perugia y los Malatesta, fue hecho prisionero y en esta ocasión tomó la decisión de cambiar su manera de vivir y hacerse religioso. Cómo consiguió solucionar el problema de su matrimonio, no está del todo claro. Pero se dice que atravesó Perugia montado al revés en un asno y con un enorme sombrero de papel, en el que estaban escritos claramente sus peores pecados. Fue apedreado por los muchachos y cubierto de inmundicias y en estas condiciones, se presentó al noviciado de los frailes menores, pidiendo su admisión. En aquella época (1416), tenía treinta años y parece que su maestro de novicios pensó que para un hombre de tal fuerza de voluntad, que había estado acostumbrado a hacer todo a su manera, era necesario una dura disciplina para probar la sinceridad de su vocación (Juan no había hecho aún la primera comunión). Las pruebas a las que se le sometió fueron de lo más humillantes y, en algunas ocasiones, fueron seguidas de manifestaciones sobrenaturales. Pero el hermano Juan perseveró y, años más tarde, a menudo expresaba su gratitud al implacable instructor que le hizo comprender que el vencimiento propio era el único camino seguro hacia la perfección.

En 1420, Juan fue elevado a la dignidad sacerdotal. Mientras tanto, hizo extraordinarios progresos en los estudios, llevando al mismo tiempo una vida de extrema austeridad; recorrió los caminos descalzo; dedicaba solamente tres o cuatro horas al sueño y llevaba puesta continuamente una áspera camisa de cerdas. En sus estudios tuvo por compañero a san Jacobo de la Marca y por maestro a san Bernardino de Siena, a quien le tomó el más profundo afecto y veneración. Pronto, las excepcionales dotes oratorias de Juan se dieron a conocer. Toda la Italia de aquella época atravesaba una terrible crisis de inquietud política y relajación de costumbres. Estas dificultades eran causadas o, por lo menos acentuadas, por el hecho de que existían tres rivales que reclamaban el Papado y por el acerbo antagonismo entre güelfos y gibelinos, que aún persistía. A pesar de todo esto, en sus predicaciones en toda la extensión de la península, Juan encontró maravillosas respuestas. Hay, sin lugar a duda, una nota de exageración en los términos en que los padres Cristóbal de Varese y Nicolás de Fara describen el efecto producido por sus discursos. Hablan de 100.000 y hasta de 150.000 oyentes que escuchaban cada sermón. Eso ciertamente no era posible en un país diezmado por guerras, hambre y pestes, y con los escasos medios de comunicación de aquel entonces. Pero había bastante razón para justificar el entusiasmo de los citados escritores, cuando nos dicen: «No había nadie tan ansioso como Juan Capistrano por la conversión de los herejes, cismáticos y judíos. Nadie que anhelara tanto que su religión floreciera, o que tuviera mayor poder para obrar maravillas. No había nadie que deseara tan ardientemente el martirio, ni tan famoso por su santidad. Y así, era recibido con honor en todas las provincias de Italia. La afluencia de gente a sus sermones era tan grande, que hacía pensar que los tiempos apostólicos habían vuelto. Al llegar a la provincia, los pueblos y aldeas se conmovían y grandes multitudes acudían a oírlo. Los pueblos lo invitaban a visitarlos, ya por medio de cartas apremiantes, o por medio de mensajeros, o apelando al Soberano Pontífice mediante personas influyentes». Pero lo que principalmente absorbía toda la atención del santo era el trabajo de la predicación y la conversión de las almas.

 

No hay ocasión para referir aquí al detalle las dificultades domésticas que agobiaron a la Orden de San Francisco, a partir de la muerte de su seráfico fundador. Baste decir que el grupo conocido como «los Espirituales» no tenía, de ninguna manera, los mismos puntos de vista respecto de la observancia religiosa que los que fueron llamados «relajados». La reforma de los observantes, que había sido iniciada en la mitad del siglo XIV, se encontraba todavía obstruida en muchas formas por la administración de superiores generales que sostenían un diferente tipo de perfección y, por otro lado, hubo también exageraciones en la dirección de una austeridad más severa, que culminó eventualmente con las enseñanzas heréticas de los «Fraticelli». Todas estas dificultades requerían un arreglo y Capistrano, trabajando en armonía con san Bernardino de Siena, fue llamado a soportar gran parte de esta pesada carga. Después del capítulo general, celebrado en Asís en 1430, se nombró a san Juan para que sacara las conclusiones a que había llegado la asamblea y, estos «Estatutos Martinianos», como fueron llamados (en virtud de su confirmación por el papa Martín VI), se cuentan entre los más importantes en la historia de la Orden. De nuevo, en otras varias ocasiones, le confió la Santa Sede a Juan poderes inquisitoriales, como por ejemplo, para proceder en contra de los «Fraticelli» y para investigar la grave acusación que se hizo contra la Orden de los Jesuatos, fundada por el beato Juan Colombini. Más tarde, estuvo profundamente interesado en la reforma de las monjas franciscanas, que debían su principal inspiración a santa Coleta, así como a los terciarios de la orden. En el Concilio de Ferrara, trasladado después a Florencia, se le escuchó con atención, pero entre las primeras y las últimas sesiones, se vio obligado a visitar Jerusalén como comisario apostólico. Incidentalmente, había contribuido mucho a la inclusión de los armenios en el arreglo con los griegos, por desgracia de corta duración, que iba a tener efecto en Florencia.

Cuando el emperador Federico III, encontrando que la fe religiosa de los países bajo su soberanía sufría penosamente por las actividades de los husitas y otros sectarios heréticos, pidió ayuda al papa Nicolás V, y san Juan Capistrano fue enviado como comisario e inquisidor general, y partió para Viena en 1451, con doce de sus hermanos franciscanos para que le ayudaran. Está fuera de duda que su arribo produjo gran sensación. Silvio Eneas, el futuro Papa Pío II, nos relata cómo, al entrar al territorio austríaco, «los sacerdotes y el pueblo salieron a recibirlo, llevando las sagradas reliquias. Lo saludaron como legado de la Sede Apostólica, como predicador de la verdad y como a un gran profeta enviado por Dios. Bajaban de las montañas para saludar a Juan, como si Pedro o Pablo o alguno de los otros apóstoles fuera el que llegara. Gustosamente besaban la orla de su vestidura, le presentaban sus enfermos y afligidos y se dice que muchos fueron curados. La gente importante de la ciudad salió a recibirlo y lo condujo a Viena. No había plaza que pudiera contener a las multitudes. Todos lo miraban como a un ángel de Dios». El trabajo de Juan como inquisidor y sus tratos con los husitas y otros herejes bohemios ha sido severamente criticado, pero éste no es el lugar para intentar ninguna justificación. Su celo era cauterizante y consumidor, aunque era misericordioso con los humildes y los arrepentidos. Se adelantaba a su tiempo en su actitud con respecto a la brujería y al uso de la tortura. Los milagros que lo acompañaban dondequiera que iba y que él atribuía a las reliquias de san Bernardino de Siena, fueron asiduamente observados por sus compañeros. Más tarde, se levantó un prejuicio en contra del santo, a causa de los relatos que fueron publicados sobre estas maravillas. Viajó de un lugar a otro, predicando en Baviera, Sajonia y Polonia, y sus esfuerzos eran, en todas partes, acompañados por un gran renacimiento de la fe y la devoción. Cocleo de Nüremberg nos relata que «los que lo vieron allí lo describen como un hombre pequeño de cuerpo, enjuto, extenuado y con la piel pegada al hueso, pero entusiasta, fuerte y asiduo en el trabajo. Dormía con su hábito y se levantaba antes de la aurora, recitaba su oficio y celebraba luego la misa. Después de eso, predicaba en latín, que en seguida era traducido al pueblo por un intérprete». También visitaba a los enfermos que esperaban su llegada, poniéndoles las manos sobre la cabeza, rezando y tocándolos con una de las reliquias de san Bernardino.

La caída de Constantinopla a manos de los turcos, puso fin a esta campaña espiritual. Capistrano fue llamado para alentar a los defensores de Occidente y para predicar una cruzada contra los infieles. Sus primeros esfuerzos en Baviera y aún en Austria encontraron poca respuesta y, a principios de 1456, la situación se hizo desesperada. Los turcos avanzaban para sitiar Belgrado y el santo, que por este tiempo había viajado a Hungría, reunido en consejo con el gran general Huniyades, vio con claridad que tendrían que depender principalmente del esfuerzo local. San Juan, personalmente, se extenuó predicando y exhortando al pueblo húngaro para levantar un ejército que pudiera enfrentarse al peligro amenazante y él mismo condujo a Belgrado más tropas que había podido reclutar. Muy pronto, los turcos estuvieron parapetados y el sitio empezó. Animados por las oraciones de Capistrano y su heroico ejemplo en el campo de batalla, y adecuadamente guiados por la experiencia militar de Huniyades, los soldados de la guarnición consiguieron al fin una abrumadora victoria. El sitio fue abandonado y la Europa occidental quedó a salvo, temporalmente, pero la putrefacción de miles de cadáveres que quedaron insepultos alrededor de la ciudad, provocó una epidemia que costó la vida, primero que a nadie, a Huniyades y después, un mes o dos más tarde, al mismo Capistrano, agotado por años de trabajo y austeridades y por las penalidades del sitio. Murió pacíficamente en Villach, el 23 de octubre de 1456 y fue canonizado en 1724. Su fiesta fue general en 1890 para toda la Iglesia occidental.

Acta Sanctorum, octubre, vol. x. Ver Bolandistas, Biblioteca Hagiográfica Latina, nn. 4360-4368, pero además de esto, existe considerable cantidad de nueva información referente a los escritos de san Juan, sus cartas, reformas y otras actividades, que ha sido publicada durante el siglo actual en el Archivum Franciscanum Historicum editado en Quaracchi; préstese particular atención a los escritos referentes a san Juan y los husitas en los volúmenes XV y XVI de la misma publicación. Este y otros materiales han sido usados por J. Hofer en el St. John Capistran, Reformer (1943), obra de gran valor y erudición.

fuente: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.

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Nació Juan el 24 de octubre de 1386 en Capistrano, L’Áquila, Italia. Cursó derecho en Perugia y allí alcanzó tal prestigio como jurista que Ladislao di Durazzo, rey de Nápoles, lo nombró gobernador de la ciudad. En 1416 intervino como pacificador entre las facciones de Perugia y Malatesta, que se hallaban enfrentadas, y fue hecho prisionero. En la cárcel sufrió una radical transformación. Reflexionó sobre la vida que había llevado, y en un sueño san Francisco lo invitó a unirse con sus discípulos. Eso hizo Juan al ser liberado, después de salir victorioso de interna lucha. Aplacadas las voces contradictorias que brotaban dentro de sí, el único impedimento que podría haber tenido era un matrimonio anterior que, por graves razones de peso, cuando ingresó en la cárcel ya se había anulado.

Se hizo franciscano en Perugia en octubre de 1416, a la edad de 30 años. Primeramente fue destinado a misiones humildes. En ese momento la necesidad de regresar a la observancia primitiva gravitaba sobre la comunidad, instada por san Bernardino de Siena. Ambos entablaron entrañable amistad. Bernardino le enseñó teología y Juan le correspondió estando a su lado; le defendió frente a las acusaciones de herejía. Además compartieron similares bríos que les llevaron a preservar la fe frente a los infieles. Aún no había sido ordenado, y Juan comenzó a destacar en la predicación. A los 33 años recibió ese sacramento. Entonces el papa le nombró inquisidor de los fraticelos, y emprendió una misión itinerante por distintos estados europeos. Combatió las herejías de los husitas, participó en la dieta de Frankfurt y fue artífice de la unidad entre los armenios y Roma. De forma reiterada le designaron vicario general de la observancia, fue nuncio apostólico en Austria, etc.

Hacía poco que era sacerdote cuando dijo: «Aunque no tengo la última responsabilidad, estoy decidido a invertir todas mis fuerzas, hasta el último momento de mi vida, en defensa del rebaño de Cristo». Lo demostró. Era un hombre de oración, gran penitente. Su rostro era, en sí mismo, un tratado de vida ascética. Dormía dos horas y, a veces, una sola; austero en sus alimentos, templado y prudente en sus juicios, todo caridad y dulzura, entregado por completo a su prójimo. Las huellas del rigor que se impuso iluminaban sus ojos; eran una candela viva de amor a Cristo. La gente le seguía y le escuchaba enfervorizada, viendo en su llamada a la conversión una invitación del cielo. En Brescia predicó ante 126.000 personas. Su fama a la hora de sanar a los enfermos le precedía, y muchos intentaban tomar como reliquia trozos de su túnica. Sabiendo el valor de la formación, instó a sus hermanos al estudio: «Ninguno es mensajero de Dios si no anuncia la verdad; y no puede anunciar la verdad quién no la conoce; y no puede conocerla si no la aprendió […]. Deben encontrar el tiempo para dedicarse a las letras y a las ciencias… para no tentar a Dios con vanas presunciones…».

Los pontífices contaron con él valorando sus excelentes dotes para la diplomacia, su prudencia y fidelidad a la Sede de Pedro. Tanto Martín V, como Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III le encomendaron diversas causas delicadas que solventó admirablemente. Declinó ser obispo en tres ocasiones; prefería mantener la misión de predicador. En 1430 se implicó en un asunto que incumbía directamente a su Orden: la unidad. Para lograrla propuso las constituciones martinianas (en honor de Martín V), pensando que con ellas podría mediar entre las dos tendencias polarizadas que surgieron entre los franciscanos: el laxismo y el rigorismo. No tuvo éxito en su empeño. Sufrió críticas e incomprensiones internas, que se unieron a otras externas.

Fue un ardoroso defensor de la fe en lugares de batalla. Animaba a las tropas a luchar bravamente por Cristo: «Sea avanzando que retrocediendo, golpeando o siendo golpeados, invoquen el nombre de Jesús. Solo en Él está la salvación y la victoria». La última en la que participó fue en 1456, en Belgrado, obteniendo la victoria con su fe; tenía entonces 70 años. Tres meses más tarde, el 23 de octubre de ese año, murió en Vilak a causa de la peste. En aras de su proverbial obediencia al pontífice hubiese ido donde fuera. Así se lo había confesado a san Bernardino: «Soy un viejo, débil, enfermizo… No puedo más… Pero si el papa lo dispusiera de otra forma, lo acepto, aunque deba arrastrarme medio muerto, o bien debiera atravesar barreras de espinas, fuego y agua». Pero Dios había previsto que entregase su sangre después de haber participado heroicamente en esta guerra contra el turco.

El legado que dejaba a sus hermanos, a la Iglesia y a la posteridad era, como el de todos los santos, un compendio de virtudes heroicas desplegadas sin descanso por amor a Cristo. Tan aclamado en Europa que se le ha considerado «stella Bohemorum», «lux Germanie», «clara fax Hungarie», «decus Polonorum», también «padre devoto» y «varón santo». Inocencio X lo beatificó el 19 de diciembre de 1650. Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690.

 


Oh Dios, que suscitaste a san Juan de Capistrano para confortar a tu pueblo en las adversidades, te rogamos humildemente que reafirmes nuestra confianza en tu protección y conserves en paz a tu Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

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