Santoral

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San Bruno, abad y fundador

San Bruno, presbítero, el cual, oriundo de Colonia, ciudad de Lotaringia, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, aunque después, deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja, en los Alpes, donde dio origen a una Orden que conjuga la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en Calabria, en la actual Italia.

El sabio y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por san Bruno, los llama «el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros». El fundador de esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida, hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una canonjía en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la canonjía desde antes de partir a Reims). El año 1056, fue invitado a enseñar gramática y teología en su antigua escuela. El hecho de que haya sido escogido para puestos tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra que era un hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de enseñar «a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los principiantes». Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y habilidades y extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de ellos, Eudes de Chátillon, que ciñó la tiara pontificia con el nombre de Urbano II y fue beatificado.

San Bruno fue profesor en la escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo Manasés, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. El legado papal, Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manasés ante el concilio de Autun, en 1076; pero el arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manasés) y un canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. La actitud de san Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo. El arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado, mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. Los tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; allí permanecieron hasta que el arzobispo simoníaco, engañando a san Gregorio VII (cosa que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis. San Bruno se trasladó entonces a Colonia. Por aquel tiempo, había decidido ya abandonar todo cargo eclesiástico, según lo había comunicado en una carta a Rodolfo, preboste de Reims.

Durante una conversación que habían tenido san Bruno, Rodolfo y otro canónigo en el jardín del castillo de Ebles de Roucy, discutieron acerca de la vanidad y falsedad de las ambiciones mundanas y de los goces de la vida eterna. Los tres habían quedado muy impresionados por aquella conversación y habían prometido abandonar el mundo. Sin embargo, difirieron la ejecución de sus planes hasta que el canónigo volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero éste no regresó, Rodolfo flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en Reims. Bruno fue el único que perseveró en su propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y gozaba de gran favor entre los personajes de importancia. Si se hubiese quedado en el mundo, habría sido pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello, renunció a su beneficio eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a algunos amigos para que se retirasen con él a la soledad. Al principio se pusieron bajo la dirección de san Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde en la fundación del Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. Durante su estancia allí, Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a reflexionar y a consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para ello. Después de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de Dios, Bruno comprendió que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió a san Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios y podía ayudarle a conocer su voluntad. Por otra parte, Bruno estaba al tanto de que en los alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría encontrar la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a Grenoble con él; entre ellos se contaba Landuino, quien había de sucederle en el gobierno de la Gran Cartuja.

Llegaron a Grenoble a mediados de 1084. Inmediatamente se entrevistaron con san Hugo para pedirle que les designase un sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos del mundo y sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los brazos abiertos, ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los siete forasteros, en tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque de Chartreuse, y siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el camino. El obispo de Grenoble abrazó fraternalmente a los peregrinos y les designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les prometió toda la ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de mantenerlos alerta en las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué atenerse, les previno que el sitio era de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo cubrían la mayor parte del año. San Bruno aceptó el ofrecimiento con gran gozo, y san Hugo les concedió todos los derechos que poseía sobre ese bosque y los puso en relación con el abad de Chaise-Dieu, en la Auvernia. Bruno y sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas «lauras» de Palestina. Tal fue el origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre del desierto de Chartreuse.

San Hugo prohibió a las mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. Unicamente en las grandes fiestas comían dos veces al día; en esas ocasiones, se reunían en el refectorio, pero de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños. En todo reinaba la mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que había en la iglesia era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la oración. Una de las principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar libros, con lo que se ganaban el sustento. La única dependencia verdaderamente rica del monasterio era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy inclemente, de suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría de ganado prosperaba. El beato Pedro el Venerable, abad de Cluny, escribía unos veinticinco años después de la muerte de san Bruno: «Su vestido era más pobre que el del resto de los monjes y tan corto y delgado que se estremecía uno al verlo. Llevaban camisas de pelo sobre el cuerpo y ayunaban casi constantemente. Sólo comían pan negro; jamás probaban la carne, ni siquiera cuando estaban enfermos; nunca pescaban pero comían pescado cuando alguien se lo daba de limosna … Pasaban el tiempo en la oración, la lectura y el trabajo; su principal labor consistía en copiar libros. Sólo celebraban la misa los domingos y días de fiesta». Tal era la vida que llevaban, por más que no tenían reglas escritas, pero se inspiraban en la regla de san Benito, en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica. San Bruno acostumbró a sus discípulos a observar fielmente el modo de vida que les había prescrito. En 1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues, puso por escrito los usos y costumbres. Guigues hizo muchas modificaciones, y sus «Consuetudines» son hoy todavía el libro esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas: «Cartusa nunquam reformata quia nunquam deformata». La Iglesia considera la vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando san Bruno se estableció en Chartreuse, no tenía la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes se extendieron, seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió, además de la voluntad de Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos que puede decirse es que san Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.

San Hugo concibió una admiración tan grande por san Bruno, que le tomó por director espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba ir allá de cuando en cuando para conversar con san Bruno y aprovechar en la vida espiritual con su consejo y ejemplo. Pero la fama del fundador se extendió más allá de Grenoble y llegó a oídos de su antiguo discípulo, Eudes de Chátillon, quien, al ceñir la tiara pontificia, había tomado el nombre de Urbano II. Cuando oyó hablar de la santa vida que llevaba su maestro y, convencido de que era un hombre de ciencia y prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó llamar a Roma para que le ayudase con sus consejos en el gobierno de la Iglesia. Difícilmente podía haberse presentado al santo una ocasión más amarga de mostrar su obediencia y hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello, partió de la Cartuja a principios del año 1090, después de nombrar a Landuino prior del monasterio. La partida de Bruno produjo una pena enorme a sus discípulos, y varios de ellos abandonaron el monasterio. Los demás le siguieron a Roma; pero Bruno los convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se habían encargado durante su ausencia los monjes de Chaise-Dieu.

San Bruno obtuvo permiso para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa podía llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con certeza la importancia del papel de san Bruno en el gobierno de la Iglesia. Algunas de las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en realidad obra de su homónimo, san Bruno de Segni; pero está fuera de duda que nuestro santo colaboró en la preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para reformar al clero. Por otra parte, el espíritu contemplativo del fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a trabajar sin ruido. El Papa intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo supo defenderse con tanta habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos para que le dejase retornar a la soledad, que Urbano II acabó por concederle permiso de retirarse a la Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja para tenerle siempre a mano. El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Allí se estableció san Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma. Imposible describir el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja experimentó al volver a la soledad. Escribió por entonces una carta muy cariñosa a su amigo Rodolfo de Reims para invitarle a reunirse con él, recordando amigablemente la promesa que le había hecho y describiéndole en términos amables y entusiastas los gozos y deleites que él y sus compañeros hallaban en ese género de vida. La carta demuestra ampliamente que san Bruno no era un hombre melancólico y severo. La alegría, que corre siempre pareja con la verdadera virtud, es particularmente necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que nada hay para ella tan pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la introspección.

En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, fue a Calabria a consultar con san Bruno ciertos puntos del instituto que había fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del espíritu del fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad, donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica, resolvía todas sus dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que sufrir y les alentaba a la perseverancia. En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con quien llegó a unirle una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su familia en Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar; por su parte Rogelio acostumbraba ir a pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde murieron con tres meses de diferencia. En cierta ocasión en que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición de uno de sus oficiales gracias a que san Bruno le previno en sueños. Cuando el conde comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero san Bruno obtuvo el perdón para él.

A fines de septiembre de 1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad dicha profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101. Los monjes de La Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era entonces costumbre pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido. Ese documento, junto con los «elogia» escritos por los ciento setenta y ocho que recibieron el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen. San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 obtuvieron del papa León X el permiso de celebrar la fiesta de su fundador, y Clemente X la extendió a toda la Iglesia de Occidente en 1674. El santo es particularmente popular en Calabria, y el culto que se le tributa refleja en cierto modo el doble aspecto activo y contemplativo de su vida.

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