Tercer Domingo de Pascua…
Nuestro camino a Emaús personal
Al leer la narrativa de estos dos discípulos, que en camino a Emaús discutían tristes y tal vez hasta decepcionados de Aquel que decían era el Mesías, no puedo dejar de reflexionar en la gran cantidad de símbolos que la Escritura nos presenta. Mucho se ha escrito al respecto y no es nuevo decir que Emaús no es un fin, sino que en verdad es un punto de retorno, un punto donde la conversión y el encuentro personal con Cristo nos lleva a iniciar nuestra labor profética.
Pero, con su venia, me permito hacer una reflexión personal de esta bella narrativa bíblica, no sin antes ponerme en sus consideraciones, pidiendo clemencia y caridad en lo que propiamente deba ser corregido.
Mi primera reflexión es el número dos, son dos discípulos los que emprenden este camino, lo cual nos habla ya de una comunidad. Una comunidad que emprende un peregrinar, y sin saberlo aún, a un encuentro personal e íntimo con Cristo resucitado. No dejo de pensar, entonces, que toda la Iglesia peregrina se prefigurada en estos dos discípulos. Todos nos vemos reflejados en ellos, tal vez ya no en las dudas con respecto al Mesías, pero sí de nosotros mismos, del mundo, de las circunstancias. No son pocas las veces que emprendemos un peregrinaje a causa de desilusiones o tristezas, y dicho de nuevo, y tal vez sin saberlo tampoco nosotros, es un peregrinaje a un encuentro personal e íntimo con Cristo.
La segunda reflexión es como Cristo Resucitado, en toda su gloria, no deja de ocultarse en nuestra vida cotidiana de la forma más sencilla. No nos deslumbra portentosamente, sino que se nos muestra humilde y manso, y en este caso, se les presenta a los dos discípulos como otro viajero más. Y es ahí donde resalta la importancia de comprender que en este peregrinaje no estamos solos, Cristo mismo camina a nuestro lado. ¿Acaso no dijo Nuestro Señor que ahí donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos (Mt 18,20)?. Pues el Señor cumple sus promesas y nos lo hace ver de manera real y palpable, no nos abandona, cumpliendo su promesa de estar con nosotros hasta el fin de mundo (Mt 28,20)
Pero eso me lleva a una tercera reflexión. Nuestro Señor Jesucristo no solo camina con nosotros, sino que nos habla, y nos habla directamente al corazón. Al grado de hacernos “arder” el corazón con su Palabra. Es por eso que se mantiene oculto, no pretende deslumbrarnos a la vista, sino convertir corazones mediante su Palabra viva, porque escribe no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones. (2 Cor 3,3)
Al encontrar en Cristo esta belleza, al conocerla, pero sin vivirla aún, así como a estos dos discípulos, nos nace entonces invitarle a quedarse con nosotros. No es del todo absurdo pensar que la emoción de los discípulos al escuchar a este peregrino durante el trayecto haya sembrado en ellos una luz de esperanza, y desean conocer más de lo que ya habían sido testigos anteriormente. No olvidemos que eran discípulos de Cristo, que habían presenciado su vida pública y seguramente presenciaron muchos de sus milagros, escucharon sus enseñanzas y vivieron su amor al prójimo de manera inmediata. Pero eso nos lleva, de nuevo, a otra reflexión. Y es el punto central de este relato. El evangelista nos muestra sin dejar duda alguna, sin ocultar detalle, de cómo la conversión, la verdadera conversión proviene de ese encuentro personal e íntimo con Cristo. Estar en la presencia misma de Cristo resucitado es aquel suceso portentoso, pero oculto, de cómo un corazón deja de ser de piedra y se hace carne (Ez 11,19).
Los discípulos no reconocieron a Cristo en el peregrino, lo reconocieron en la partición del Pan y en el Pan mismo, y eso me lleva a otra reflexión. Nuestro Señor Jesucristo nos mostró con sublime sencillez la labor sacerdotal. Un sacerdote nos acompaña en comunidad, nos ofrece la Palabra Divina, nos la explica. Un sacerdote ilumina el camino a Emaús de cada uno de nosotros y como culmen de su labor ministerial, nos presenta a Cristo mismo, glorioso y resucitado, en la partición del Pan, en el Santísimo Sacramento del Altar.
Y sin darnos cuenta, tal vez, recorremos el camino de Emaús cada domingo, cada santa misa es un peregrinaje al encuentro con Cristo resucitado. Si lo meditamos un poco, la tristeza de los peregrinos viene dada en el reconocernos pecadores; Cristo nos habla al corazón en la Liturgia de la Palabra, se nos muestra vivo y glorioso en la consagración del pan y el vino. Y todo, en manos del sacerdote, que dirige y acompaña este peregrinar.
¿Y qué hacemos ahora? Pues el mismo evangelista nos lo dice: Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.(Mt 24,33-35)
¿Acaso no es eso a lo que el mismo sacerdote nos invita a hacer al finalizar la celebración eucarística? A vivir lo que hemos aprendido, a ser testigos de ese encuentro personal con Cristo, es decir, regresar al mundo a dar testimonio de Cristo resucitado, Señor y salvador nuestro.