Santos Ángeles Custodios
Memoria de los santos Ángeles Custodios, que, llamados ante todo a contemplar en la gloria el rostro del Señor, han recibido también una misión en favor de los hombres, de modo que con su presencia invisible, pero solícita, los asistan y acompañen.
Ángel es una palabra griega que significa «mensajero» (la misma que está en la raíz de la palabra «eu-angelio», es decir, «mensaje bueno, propicio»). El paganismo griego conocía dioses (Hermes), y seres pertenecientes a la esfera divina (los dáimones), encargados de comunicarse con los hombres de parte de los dioses lejanos, llevarles sus órdenes, o ayudarlos en las empresas difíciles. También el mundo hebreo desarrolló una cierta «angelología», es decir, una teología de las mediaciones angélicas, aunque es un tema que entró secundariamente en la Biblia, y nunca terminó de dar lugar a un completo desenvolvimiento. En el caso del hebreo bíblico, las palabras para designar las realidades angélicas son dos: «melek» (plural: malekim) y «elohim» (es un plural de «El», y casi siempre se utiliza en plural).
«Melek» significa, al igual que el «ángel» griego, mensajero. «Elohim», en cambio, es más problemático, porque la palabra se utiliza también para designar a Dios mismo, así que cuando aparece hay que recurrir al contexto para saber si se está refiriendo a Dios (que se pone en plural por respeto), a los (falsos) dioses de los gentiles (que aunque son falsos, también son elohim), o a los seres del mundo divino, los ángeles. Por ejemplo, si se comparan distintas traducciones del salmo 8, se verá que algunos ponen: «[al hombre] lo has hecho poco inferior a los ángeles» (traducción litúrgica), otros: «Apenas inferior a un dios le hiciste» (Biblia de Jerusalén), o: «lo has hecho poco inferior a Dios» (New American Standard Bible, en inglés el original). En realidad las tres variantes son correctas: nuestros idiomas modernos, y sobre todo nuestra mentalidad moderna pide allí una precisión conceptual que el mundo bíblico original no tenía; digamos que exigimos saber si el ser humano es apenas inferior a los ángeles, a los dioses (verdaderos o falsos), o al propio Dios… pero para el poeta que compuso el salmo, ese verso sólo hablaba de la excelsitud de un ser humano que a pesar de estar en la tierra sólo puede medirse auténticamente en las realidades divinas, sin más precisión, pero sin menos rotundidad que esa tremenda y hermosa confianza en el valor de cada hombre. En vez de comparar al hombre con monos o moscas de la fruta, el salmo lo parangona con seres divinos, aunque de allí no pueda deducirse ninguna «teología angélica».
En el esquema mental griego hay como una escala de poderes -si podemos hablar así-, donde el hombre ocupa un peldaño inferior al poder de héroes y semidioses, y éstos un peldaño inferior a los dioses, quienes también están organizados entre sí según sus poderes relativos: «una y la misma es la naturaleza de dioses y hombres -dirá Píndaro-… pero nuestros poderes están separados»; semejante expresión, incluso tomándola como metáfora poética, sería absurda en la Biblia. El esquema mental de la Biblia hebrea es distinto: Dios está directamente en contacto con el hombre, lo salva, lo «amasa» para crearlo, se enfada con el hombre, se lamenta, se airía, camina a su lado, pero no compite con su poder («Yo soy Dios, no un hombre»), no puede medirse el poder del hombre con el de Dios ni el de Dios con el del hombre. Deberíamos poder afirmar que para la Biblia Dios es a la vez completamente inmanente a nuestro mundo, no menos que completamente trascendente. para usar la expresión de san Agustín -en perfecta sintonía con la sensibilidad de la Escritura- Dios es «más interior que lo más íntimo mío, superor a lo más alto mío» (Conf. III,11). Esa doble afirmación, paradójica pero que forma parte de la «experiencia de Dios» del creyente, la expresa la Biblia con metáforas, muchas veces bellas pero violentas y primitivas (como cuando Elías ve la «espalda» de Dios, o Jacob «lucha con ‘Alguien’» en la noche), otras con una expresión muy querida por la Biblia: el «rostro de Dios». De Dios nunca vemos su ser sino un rostro, una manifestación. Sin embargo con el tiempo la misma fe fue exigiendo que se depurara más el lenguaje religioso para hablar del contacto con Dios con el hombre, y así se va imponiendo una nueva expresión, que aparece con la teología del profetismo: «Melek Yahveh»: el Ángel de Yahveh (el Mensajero de Yahveh). Si recorremos los primeros libros de la Biblia lo encontraremos mucho, sobre todo allí donde el contexto exige que sea el propio Dios quien habla, el texto dirá que ha sido Melek Yahveh; por ejemplo, en el relato del «sacrificio de Abraham» (Gn 22), vemos que quien se le dirige es Melek Yahveh, pero luego queda claro que el diálogo se produce con el propio Dios («ya que no mehas negado…»); lo mismo pasa con la revelación de la zarza ardiendo, y en muchos otros relatos. El «ángel» -para esos textos bíblicos- no es otro que el propio Dios, y no un ser separado y distinto; sin embargo no es indiferente que los textos hablen de Melek Yahveh, en vez de hablar directamente de Yahveh, ya que ese «ángel» cumple una función específica: paradójicamente, no la de revelar a Dios, sino la de velarlo, la de no exponerlo tanto.
En el Nuevo Testamento, las cosas no cambian muy radicalmente, a pesar de haber sido escrito en griego y en una cultura que estaba ya en estrecho contacto con la mentalidad griega. Posiblemente una de las mejores definiciones bíblicas de «ángel», una de las definiciones más utilizadas por la teología, esté precisamente en carta a los Hebreos, 1,14: «espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación». Sin embargo, esta frase no está dicha en el contexto de una definición teológica sino de una polémica religiosa, contra aquellos que pretenden poner a los ángeles en un peldaño superior al hombre, y el versículo anterior dirá: «¿a qué ángel dijo [Dios] alguna vez: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?», Está claro que carta a los Hebreo no quiere exaltar a los ángeles, sino por el contrario, volver a situarlos en la posición subordinada que tienen en los textos bíblicos del Antiguo Testamento. Cristo, como verdadero hombre, se dirige a hombres, y es a los hombres a quienes abrió las puertas del Santuario Divino (Heb 9,12).
Para la teología, los ángeles son espíritus puros, individuales, dotados de inteligencia y voluntad, creados por Dios para asistirlo y sobre todo para realizar misiones entre los hombres y para servir al santuario divino en la liturgia eterna (ver, por ejemplo, Apocalipsis). Puesto que toda nuestra experiencia, incluso la que penetra en las realidades espirituales, comienza con los sentidos, con lo corpóreo y físico que nos rodea, poco podemos decir de ellos que no esté en peligro de desvariar y fantasear sobre realidades que se nos escapan. En la cuestión de los ángeles, como en todas las realidades que por su propia definición trascienden nuestras posibilidades de conocimiento natural, posiblemente lo mejor sea mantenernos en la confesión de fe sencilla y poética de la Biblia, sin pretender decir mucho más que lo que ella dice. No sabemos en realidad cómo existen y actúan los «ángeles custodios», si quisiéramos racionalizarlos teológicamente, terminaríamos en absurdos antropológicos; pero sí sabemos que Dios envía a sus ángeles para que nos acompañen en este mundo de soledad y dolor, como Rafael acompañó a Tobías. Igual que Rafael, los ángeles presentan a Dios las oraciones de los hombres, las introducen en el coro celestial. A la mirada materialista el hombre le parece «no más que un mono», sin embargo, Jesús nos advierte que cada hombre, incluso el más pequeño y desvalido, está ya mismo -no sólo cuando muera- ante el rostro de Dios, precisamente a través de su ángel: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos.» (Mt 18,10). Ciudadanos de la tierra, y a la vez ya habitantes de los cielos; seres desvalidos y vacilantes, y a la vez cada uno tan valioso y amado personalmente por Dios, que mientras por fuerza Dios tiene que aguantar que esté cada uno lejos de él por un tiempo, crea superabundantemente una realidad espiritual propia de cada hombre para que en ella habitemos, y en ella podamos encontrarnos con él.
Esto es lo que podríamos sintéticamente declarar de la teología de los ángeles; en cuanto a la historia de su culto, dejo la palabra al Butler: Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se tributó honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia de san Miguel Arcángel, en la Vía Salaria, y el más antiguo de los sacramentarios romanos, llamado «Leonino», aluden indirectamente en las oraciones al oficio de guardianes que desempeñan los ángeles. Desde la época de Alcuino (muerto el año 804), existe una misa votiva «ad suffragia angelorum postulanda», y el mismo Alcuino habla dos veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. No es del todo seguro que la costumbre de celebrar esa misa sea de origen inglés, pero lo cierto es que el texto de Alcuino está incluido en el Misal de Leofrico, que data de principios del siglo X. La misa votiva de los Ángeles solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho Pontífice aprobaba un oficio especial para la conmemoración de los Angeles de la Guarda el l de marzo. También en Inglaterra estaba muy extendida la devoción a los ángeles. Heriberto Losinga, obispo de Norwich, quien murió en 1119, habló con gran elocuencia sobre el tema. Por otra parte, la conocida oración que comienza «Angele Dei qui custos es mei» se debe probablemente a la pluma del versificador Reginaldo de Canterbury, quien vivió en la misma época. El Papa Paulo V autorizó una misa y un oficio especiales, a instancias de Fernando II de Austria, y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Angeles en todo el imperio. Clemente X la extendió como fiesta de obligación a toda la Iglesia de Occidente en 1670, y fijó como fecha de la celebración, el primer día feriado después de la fiesta de San Miguel, lo que luego derivó en el 2 de octubre como fecha fija.