Solemnidad de la Epifanía del Señor
Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la que se recuerdan tres manifestaciones del gran Dios y Señor nuestro Jesucristo: en Belén, Jesús niño, al ser adorado por los magos; en el Jordán, bautizado por Juan, al ser ungido por el Espíritu Santo y llamado Hijo por Dios Padre; y en Caná de Galilea, donde manifestó su gloria transformando el agua en vino en unas bodas.
La Epifanía, que en griego significa «aparición» o «revelación», es una fiesta destinada a celebrar principalmente la revelación de Jesucristo a los Magos o Sabios de Oriente, los cuales, por inspiración particular del Todopoderoso, fueron a adorarle, poco después de su nacimiento. Sin embargo el carácter litúrgico del día conmemora igualmente -y así lo recoge el Martirologio Romano- otras dos manifestaciones del Señor: la primera es la de su bautismo, en el que el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma, al mismo tiempo que una voz del cielo decía: «Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo mis complacencias»; la segunda es la revelación de su poder, en el primero de sus signos: la transformación del agua en vino, en Caná, donde manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él. Por todo esto la festividad merece respeto y reverencia, especialmente por parte de nosotros los gentiles, que en tal fecha fuimos llamados a la fe y adoración del verdadero Dios, en la persona de los Magos.
Sin decirnos cuántos eran, la Biblia llama «magos» o «sabios» a los gentiles que acudieron a Belén a rendir homenaje al Redentor del mundo, obedeciendo al divino llamado. La opinión común, apoyada por la autoridad de San León, Cesario, Beda y otros, sostiene que eran tres. En todo caso, el número era reducido en comparación con el de aquellos que vieron la estrella y no le prestaron atención; admiraron su brillo extraordinario y permanecieron sordos a su mensaje; esclavizados por su egoísmo y sus pasiones, endurecieron sus corazones al llamamiento del Señor. Decididos a seguir el divino llamamiento, a pesar de todos los peligros, los Magos se informaron en Jerusalén y fueron hasta la misma corte del rey Herodes preguntando: «¿Dónde ha nacido el Rey de los Judíos?» De acuerdo con las profecías de Jacob y David, toda la nación judía estaba en espera del Mesías. Como las profecías detallaban las circunstancias de su nacimiento, los Magos supieron pronto, por las informaciones del Sanhedrín o gran Consejo de los judíos, que el profeta Miqueas había predicho, muchos siglos antes, que el Mesías nacería en Belén.
Los Magos se pusieron inmediatamente en camino, a pesar del mal ejemplo que les daban los miembros del Sanhedrín, ya que ningún escriba, ni sacerdote se mostró dispuesto a acompañarles a buscar y rendir homenaje a su propio Rey. Para fortalecer su fe, Dios hizo brillar nuevamente la estrella en cuanto salieron de Jerusalén, y ésta los guió hasta el sitio en que se hallaba el Salvador que venían a adorar. Deteniéndose sobre la cueva, la estrella parecía decirles: «Aquí encontraréis al Rey que os ha nacido». Los Magos penetraron en el pobre albergue, más lleno de gloria que todos los palacios del mundo, donde encontraron al Niño con su Madre. Postrándose, le adoraron y le entregaron sus corazones. San León celebra la fe y devoción de los Magos con estas palabras: «La estrella los llevó a adorar a Jesús; pero no encontraron a éste venciendo a los demonios, o resucitando a los muertos, o dando vista a los ciegos y voz a los mudos. Jesús no hacía milagros. Estaba allí como un recién nacido, sin palabra y totalmente dependiente de su Madre. Su poder estaba oculto y su único milagro era la humildad». Los Magos ofrecieron a Jesús los más ricos productos de sus tierras: oro, incienso y mirra. El oro, para manifestar que reconocían su dignidad real; el incienso, como una confesión de su divinidad; la mirra, como símbolo de que se había hecho hombre para redimir al mundo. Pero sus más ricos regalos fueron las disposiciones en que se hallaban: su ardiente caridad, simbolizada en el oro; su devoción, figurada por el incienso, y la total entrega, representada por la mirra.
La más antigua mención de la celebración de una fiesta cristiana el 6 de enero, parece ser la de los «Stromata» (1:21) de Clemente de Alejandría, quien murió antes del año 216. Dicho autor afirma que la secta de los Basilianos celebraba la conmemoración del Bautismo del Señor con gran solemnidad, en fechas que parecen corresponder al 10 y al 6 de enero. Esto tendría en sí mismo poca importancia, si no existieran abundantes pruebas de que en los dos siglos siguientes, el 6 de enero se convirtió en una festividad principal en la Iglesia de Oriente, y que tal festividad estaba estrechamente relacionada con el Bautismo del Señor. En un documento conocido con el nombre de «Cánones de Atanasio», cuyo texto pertenece básicamente a la época de san Atanasio, digamos hacia el año 370, el autor nos dice que las tres fiestas más importantes del año eran Pascua, Pentecostés y Epifanía. El mismo documento prescribe a los obispos que reúnan a los pobres en las ocasiones solemnes, particularmente «en la gran fiesta del Señor» (Pascua), en Pentecostés, «cuando el Espíritu Santo descendió sobre su Iglesia», y en «la fiesta de la Epifanía del Señor en el mes de Tubi, es decir, la fiesta de su Bautismo» (canon 16). El canon 66 repite: «la fiesta de la Pascua, la fiesta de Pentecostés y la fiesta de la Epifanía, que es el decimoprimero día del mes de Tubi.»
Según las ideas del Oriente, la primera manifestación del Salvador a los gentiles coincide con las divinas palabras: «Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo mis complacencias». Los Padres griegos opinan que la Epifanía, llamada también por ellos «Teofanía» («Manifestación de Dios») e «Iluminación», se identificaba originalmente con la escena del Jordán. En un sermón predicado en Antioquía, el año 386, san Juan Crisóstomo se pregunta: «¿Por qué se llama Epifanía, no al día del nacimiento del Señor sino al día de su Bautismo?» Y, después de discutir algunos detalles de la observancia litúrgica, especialmente el agua bendita que los fieles llevaban a sus casas y conservaban todo el año (el santo se inclina a pensar que el hecho de que el agua no se corrompa es un milagro), responde a su propia pregunta: «Llamamos Epifanía al día del Bautismo del Señor, porque al nacer no se manifestó a todos, como lo hizo en el Bautismo. Hasta ese momento había permanecido oculto al pueblo». También san Jerónimo, que vivía cerca de Jerusalén, testifica que la única fiesta que se celebraba entonces allí era la del 6 de enero, para conmemorar el nacimiento y el Bautismo de Jesús. A continuación explica que la idea de «manifestación» no se aplica propiamente al nacimiento, «porque Jesús permaneció entonces oculto y no se reveló», sino más bien al Bautismo en el Jordán, «cuando el cielo se abrió sobre Cristo».
Fuera de Jerusalén, donde, según nos dice Egeria (c. 395), cuyo testimonio concuerda con el de san Jerónimo, la fiesta de la Navidad y la Epifanía se celebraban el mismo día (6 de enero). La costumbre occidental de celebrar por separado la Navidad el 25 de diciembre se impuso en el siglo IV, y se difundió rápidamente, desde Roma a todo el Oriente cristiano. San Juan Crisóstomo nos informa que el 25 de diciembre fue celebrado por primera vez en Antioquía, hacia el año 376. Constantinopla adoptó dicha fiesta, dos o tres años más tarde, y san Gregorio de Nissa, en la oración fúnebre por su hermano san Basilio, explica que la Capadocia adoptó la costumbre hacia la misma época. Por otra parte, la festividad del 6 de enero, de origen oriental indudablemente, se convirtió en fiesta de la Iglesia de Occidente, como una especie de compensación, antes de la muerte de san Agustín. La encontramos registrada por primera vez en Vienne, en la Galia. El historiador pagano Amiano Marcelino, describiendo la visita del emperador Juliano a las iglesias, habla de «la fiesta de enero que los cristianos llaman Epifanía». San Agustín acusa a los donatistas de no haber adoptado, como los católicos, la nueva festividad de la Epifanía. Alrededor del año 380 se celebraba ya dicha festividad en Zaragoza, y en el año 400 era una de las fiestas en que estaban prohibidos los juegos del circo.
Sin embargo, aunque el día de la celebración era el mismo, el carácter de la fiesta de la Epifanía en Oriente y Occidente era distinto. En Oriente, el motivo principal de la fiesta sigue siendo hasta el día de hoy el Bautismo del Señor, y la gran bendición del agua es uno de los ritos principales. En Occidente, por el contrario, se hace hincapié en el viaje y la adoración de los magos. Así sucedía ya desde la antigüedad, como lo demuestran los sermones de san Agustín y san León. Cierto que el Bautismo del Señor y el milagro de Caná están incluidos también en la fiesta; pero, aunque encontramos en san Paulino de Nola (principios del siglo V), y un poco después en san Máximo de Turín, alusiones muy claras a estos dos hechos en su interpretación de las solemnidades del día, hay que reconocer que en la práctica la Iglesia de Occidente sólo celebra la revelación del Señor a los gentiles, representados por los Magos.
Ver H. Leclercq, Dictionnaire d’Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. V, pp. 197-201: Vacandard, Etudes de critique et d´histoire religieuse, vol. III, pp. 1-56; Hugo Kehrer, Die heiligen drei Könige (1908), vol. I, pp. 46-52 y 21-31; Duchense, Christian Worship, pp. 257-265; Usener-Lietzmann, Religionsgeschichtlche Untersuchungen, pt. I; Kellner, Heortology, pp. 166-173; G. Morin, en Revue Bénédictine, vol. V (1888), pp. 257-264; F. C. Conybeare, en Rituale Armenorum, pp. 165-190; especialmente Dom de Puniet, en Rasegna Gregoriana, vol. V (1906), pp. 497-514. Ver también Riedel y Crum, The Canons of Athanasius, pp. 27, 131; Anécdota Maredsolana, vol. III, pp. 396-397; Rasegna Gregoriana, vol. X (1911), pp. 51-58; y Migne, PG., vol. XLIX, p. 366 (Crisóstomo), y PL., vol. XXV, cc. 18-19 (Jerónimo), vol. XXXVIII, c. 1033 (Agustín).