Decimocuarto Domingo del tiempo ordinario
Evangelio según San Marcos 6,1-6.
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
Reflexionemos
San Hilario (c. 315-367), obispo de Poitiers y doctor de la Iglesia
La Trinidad, 12, oración final
“No hizo muchos milagros en aquel lugar a causa de su falta de fe”
Te lo ruego, Padre Santo, Dios todopoderoso, conserva intacto el fervor de mi fe y, hasta mi último suspiro, concédeme que mi voz y mi convicción profunda sean acordes. Sí, que conserve siempre lo que he afirmado en el credo, proclamado en mi nuevo nacimiento, cuando he sido bautizado en el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Concédeme adorarte a ti nuestro Padre, a tu Hijo que contigo es un solo Dios; haz que obtenga tu Espíritu que procede de ti, a través de tu Hijo único.
Mi fe tiene por ella un excelente testimonio: aquél que declara: “Padre, todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío” (Jn 17,10). Este testimonio es mi Señor Jesucristo, que es siempre Dios, en ti, de ti y contigo, y es bendito por los siglos de los siglos. Amén.