Sábado de la cuarta semana de Cuaresma
Evangelio según San Juan 7,40-53.
Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: “Este es verdaderamente el Profeta”.
Otros decían: “Este es el Mesías”. Pero otros preguntaban: “¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea?
¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?”.
Y por causa de él, se produjo una división entre la gente.
Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él.
Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: “¿Por qué no lo trajeron?”.
Ellos respondieron: “Nadie habló jamás como este hombre”.
Los fariseos respondieron: “¿También ustedes se dejaron engañar?
¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en él?
En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita”.
Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo:
“¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?”.
Le respondieron: “¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta”.
Y cada uno regresó a su casa.
Reflexionemos
San Juan Pablo II (1920-2005), papa
Encíclica « Dives in misericordia », 7
« Este es el Mesías »
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor, al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e « histórico », desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el « principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo el bien y sanando », « curando toda clase de dolencias y enfermedades » Él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos. Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a Él, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: « por sus llagas hemos sido curados »
« A quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él.