Miércoles de la cuarta semana de Cuaresma
Evangelio según San Juan 5,17-30.
Jesús dijo a los judíos:
“Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”.
Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre.
Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: “Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo,
para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida.
Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán.
Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
Reflexionemos
Carta a Diogneto (c. 200)
Capítulo 9
“Intentaron matarlo porque…decía que Dios era su Padre.”
Dios, hasta estos últimos tiempos, nos ha permitido dejarnos llevar por nuestras inclinaciones desordenadas, arrastrados por los placeres y las pasiones. No es que él se complaciera lo más mínimo en nuestros pecados: únicamente toleraba ese tiempo de iniquidad sin darle su consentimiento. Preparaba el tiempo actual de la justicia para que, convencidos de haber sido indignos de la vida durante este período por razón de nuestros pecados, nos hiciéramos dignos ahora por la bondad divina, y que después de habernos mostrado incapaces de entrar por nosotros mismos en el Reino de Dios, nos capacitábamos por el poder divino…
No nos ha odiado, no nos ha rechazado… Teniendo piedad de nosotros él mismo cargó con nuestras faltas, y entregó su propio Hijo como en rescate, por nosotros: al santo por los impíos, al inocente por los malvados, «al justo por los injustos» (1P 3,18), al incorruptible por los corrompidos, al inmortal por los mortales. ¿Dónde encontrar con qué cubrir nuestros pecados, fuera de su justicia? ¿Por quién podremos ser justificados… si no es únicamente por el Hijo de Dios? ¡Dulce canje, impenetrable creación, beneficios inesperados! El crimen de un gran número queda cubierto por la justicia de uno solo, y la justicia de uno solo justifica a numerosos criminales. En el pasado, primeramente convenció a nuestra naturaleza de su incapacidad para alcanzar la vida. Ahora nos ha mostrado al Salvador capaz de salvar incluso lo que no podía ser salvado. De estas dos maneras, ha querido darnos la fe en su bondad y nos hacer ver en sí al creador, al padre, al amo, al consejero, al médico, a la inteligencia, la luz, el honor, la gloria, la fuerza y la vida.