Sábado de la primera semana del tiempo ordinario
Evangelio según San Marcos 2,13-17.
Jesús salió nuevamente a la orilla del mar; toda la gente acudía allí, y él les enseñaba.
Al pasar vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió.
Mientras Jesús estaba comiendo en su casa, muchos publicanos y pecadores se sentaron a comer con él y sus discípulos; porque eran muchos los que lo seguían.
Los escribas del grupo de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a los discípulos: “¿Por qué come con publicanos y pecadores?”.
Jesús, que había oído, les dijo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Reflexionemos
San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), obispo y doctor de la Iglesia
6º Discurso para la Novena de Navidad
«El hombre se levantó y lo siguió»
Mi querido Redentor, he aquí mi corazón, te lo doy entero: ya no me pertenece más, es tuyo. Entrando en el mundo, ofreciste al Padre Eterno, ofreciste y diste toda tu voluntad, como nos lo enseñas por la boca de David: «de mi está escrito en el Libro de la ley, que hare to voluntad. Es lo que siempre he querido mi Dios» (Sal 39:8-9). De la misma manera, mi querido Salvador, te ofrezco hoy toda mi voluntad. En otro tiempo te fue rebelde, es por ella que te ofendía. Ahora, me arrepiento de todo corazón por el uso de hice de ella, y de todas las faltas que miserablemente me privaron de tu amistad. Me arrepiento profundamente, y esta voluntad te la consagro sin reserva.
«¿Señor, qué quieres que haga? (Hch. 22:10) Señor, dime qué me pides: estoy dispuesto a hacer todo lo que deseas. Dispón de mí y de lo que me pertenece como gustes: lo acepto todo, consiento en todo. Sé que buscas mi mayor bien: «Pongo pues, totalmente mi alma en tus manos» (Sal 30:6). Por misericordia, ayúdala, consérvala, haz que te pertenezca siempre, y sea toda tuya, ya que «la rescataste, Señor, Dios de la verdad», al precio de tu sangre (Sal. 30:6).»