Miércoles de la primera semana de Adviento
Evangelio según San Mateo 15,29-37.
Jesús llegó a orillas del mar de Galilea y, subiendo a la montaña, se sentó.
Una gran multitud acudió a él, llevando paralíticos, lisiados, ciegos, mudos y muchos otros enfermos. Los pusieron a sus pies y él los curó.
La multitud se admiraba al ver que los mudos hablaban, los inválidos quedaban curados, los paralíticos caminaban y los ciegos recobraban la vista. Y todos glorificaban al Dios de Israel.
Entonces Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: “Me da pena esta multitud, porque hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer. No quiero despedirlos en ayunas, porque podrían desfallecer en el camino”.
Los discípulos le dijeron: “¿Y dónde podríamos conseguir en este lugar despoblado bastante cantidad de pan para saciar a tanta gente?”.
Jesús les dijo: “¿Cuántos panes tienen?”. Ellos respondieron: “Siete y unos pocos pescados”.
El ordenó a la multitud que se sentara en el suelo;
después, tomó los panes y los pescados, dio gracias, los partió y los dio a los discípulos. Y ellos los distribuyeron entre la multitud.
Todos comieron hasta saciarse, y con los pedazos que sobraron se llenaron siete canastas.
Reflexionemos
San Gaudencio de Brescia (¿-c. 406), obispo
Sermón 2; PL 20,859
Pan para el camino: “Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.” (1 Cor 11,26)
La noche en que fue entregado, Jesús nos ha dejado como herencia de la nueva alianza la prenda de su presencia. Es el viático de nuestro viaje. Nos alimentamos y nos fortalecemos con este manjar hasta que llegue el Señor, en el momento de salir de este mundo. Por esto dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros (Jn 6,53). Ha querido darnos el sacramento de su pasión. Y por esto manda a sus fieles discípulos, los primeros presbíteros que ha instituido para su Iglesia, celebrar para siempre estos misterios de la vida eterna, misterios que son celebrados por todos los presbíteros en las Iglesias del mundo entero hasta el día que Cristo volverá. Así que todos nosotros, presbíteros y fieles, tenemos cada día ante nuestros ojos la pasión de Cristo, lo tenemos en nuestras manos, lo llevamos a la boca y a nuestro pecho. “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sl.33,9).