Evangelio según San Juan 20,11-18.
María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”.
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”.
Jesús le dijo: “¡María!”. Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: “¡Raboní!”, es decir “¡Maestro!”.
Jesús le dijo: “No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'”.
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
Reflexionemos
San Anselmo (1033-1109), benedictino, arzobispo de Canterbury, doctor de la Iglesia
Oración 74, PL 158, 1010-1012
“¿Por qué lloras?”
“Mujer, ¿por qué lloras?” Amantísimo Señor, ¿cómo es que quieres saber porque llora ella? ¿No te había visto cruelmente inmolado, agujereado por los clavos, suspendido en el madero como un ladrón, entregado a las burlas de los impíos? ¿Cómo puedes ahora decirle: “Mujer, ¿por qué lloras? Ya que no pudo arrancarte de la muerte, hubiera querido, por lo menos, embalsamar tu cuerpo a fin de protegerlo de toda corrupción el mayor tiempo posible… Y ahora, para colmo, cree haber perdido ese cuerpo que conservaba la esperanza de poseer todavía. Con ello se desvaneció toda esperanza para ella ya que no tiene aquello que quería conservar como recuerdo de ti. ¿Cómo puedes, pues, preguntarle ahora: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿Qué buscas?”
Oh mi buen Señor, es tu fiel discípula, rescatada con tu sangre, que está atormentada por el deseo de verte. ¿Es que vas a dejarla mucho tiempo con esta pena? Ahora que tú estás libre de toda corrupción ¿has perdido la compasión? Llegado a la inmortalidad, ¿has olvidado la misericordia?. No; tu dulce bondad, Amigo mío te hace intervenir sin tardar para que, aquella que llora a su Señor, no dé paso a la amargura de corazón.
“¡María!” Oh Señor, has llamado a tu sierva por su nombre familiar, y ella reconoce inmediatamente la voz familiar de su Señor. “María”. ¡Palabra tan dulce, tan desbordante de ternura y de amor! Maestro, te es imposible de decirlo más corto y más fuerte: “¡María! Sé que eres tú. Sé qué es lo que quieres. ¡Aquí me tienes! No llores más. Soy yo, a quien tu buscas.” Inmediatamente las lágrimas cambian de naturaleza: ¿Cómo se pueden parar, ahora que brotan de un corazón en fiesta?