Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
Evangelio según San Lucas 2,16-21.
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,
y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Angel antes de su concepción.
Reflexionemos
Proclo de Constantinopla (c. 390-446), obispo
Sermón nº 1; PG 65, 682
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4)
Que la naturaleza salte de gozo y que exulte todo el género humano, porque también las mujeres son honradas. Que la humanidad forme un coro de danza…: “Allí donde creció el pecado, más desbordante fue la gracia” (Rm 5,20). La Santa Madre de Dios nos ha reunido aquí, la Virgen María, tesoro purísimo de la virginidad, paraíso espiritual del segundo Adán, lugar de unión de las dos naturalezas, lugar de intercambio en el que se ha concluido nuestra salvación, cámara nupcial en la que Cristo se ha desposado con nuestra carne. Ella es la zarza espiritual que el fuego del nacimiento de un Dios no ha podido quemar, la nube ligera que nos ha traído a aquel que tiene su trono sobre los querubines, el vellón purísimo que ha recibido al rocío celestial… María, esclava y madre, virgen, cielo, puente único entre Dios y los hombres, telar sobre el cual se tejió la túnica de la encarnación, en el que la unión de las dos naturalezas fue admirablemente confeccionada: el Espíritu Santo ha sido el tejedor de tal maravilla.
Dios, en su bondad, no ha tenido a menos el nacer de una mujer, aunque el mismo que se debía formar en ella era, él mismo, la vida. Ahora bien, si la madre no hubiese permanecido virgen, este nacimiento no hubiera tenido nada de sorprendente; simplemente habría nacido un hombre. Pero puesto que ella permaneció virgen incluso después del nacimiento, ¿cómo no se trataría, pues, de Dios y de un misterio inexplicable? Nació de manera inefable, sin mancha alguna, él, que más tarde entrará sin dificultad alguna, cerradas todas las puertas, y ante quien Tomás, contemplando la unión de sus dos naturalezas, exclamará: “Mi Señor y mi Dios” (Jn 20,28).
Por amor a nosotros, el que por naturaleza es incapaz de sufrir su expuso a numerosos sufrimientos. Cristo no llegó a ser Dios poco a poco; ¡de ninguna manera! Sino que siendo Dios, su misericordia hacia nosotros le impulsó a hacerse hombre, tal como nos lo enseña la fe. No predicamos a un hombre que llegó a ser Dios, sino que proclamamos a un Dios hecho carne. Escogió por madre a su esclava, él que por naturaleza no conoce madre y que, sin padre, se encarnó en el tiempo.