Decimoquinto Domingo del tiempo ordinario
Evangelio según San Mateo 13,1-23.
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.
Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.
Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: “El sembrador salió a sembrar.
Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron.
Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda;
pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron.
Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron.
Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta.
¡El que tenga oídos, que oiga!”.
Los discípulos se acercaron y le dijeron: “¿Por qué les hablas por medio de parábolas?”.
El les respondió: “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no.
Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.
Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden.
Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán,
Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure.
Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen.
Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron.”
Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador.
Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino.
El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría,
pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe.
El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto.
Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
Reflexionemos
Santa Teresa de Ávila (1515-1582), carmelita descalza y doctora de la Iglesia
Exclamaciones, N.º 8
«Las preocupaciones del mundo y las seducciones de las riquezas ahogan la Palabra»
¡Oh Señor, Dios mío, y cómo tenéis palabras de vida adonde todos los mortales hallarán lo que desean, si lo quisiéremos buscar! Mas ¡qué maravilla, Dios mío, que olvidemos vuestras palabras con la locura y enfermedad que causan nuestras malas obras! ¡Oh Dios mío, Dios, Dios hacedor de todo lo criado! ¿Y qué es lo criado, si Vos, Señor, quisiéreis criar más? Sois todopoderoso; son incomprensibles vuestras obras. Pues haced, Señor, que no se aparten de mi pensamiento vuestras palabras.
Decís Vos: “Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, que yo os consolaré” (Cf. Mt 11,28). ¿Qué más queremos, Señor? ¿Qué pedimos? ¿Qué buscamos? ¿Por qué están los del mundo perdidos, sino por buscar descanso? ¡Válgame Dios, oh, válgame Dios! ¿Qué es esto, Señor? ¡Oh, qué lástima! ¡Oh, qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle!
Habed piedad, Criador, de estas vuestras criaturas. Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz; mirad que es más menester que al ciego que lo era de su nacimiento, que éste deseaba ver la luz y no podía. Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia. ¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores (Mt 9,13); éstos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia.